Hugo Chávez y los cuarenta ladrones

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La historia de Alí Babá, sobre la que todavía se debate si formaba o no parte original de ese prodigio titulado Las mil y una noches, es una atractiva reflexión sobre la fragilidad ética del ser humano.

Inicialmente, Alí es un personaje bueno, un persa humilde y generoso que para cuidar de sus esposas y sus dos hijos, corta la leña, la transporta en sus asnos y va luego a venderla en el mercado de la localidad más cercana a su modesta vivienda. Pero un día descubre una cueva donde cuarenta ladrones ocultan un descomunal tesoro producto de sus fechorías, entonces deja de ser un humilde leñador para convertirse en un hombre rico producto de los saqueos que emprende sistemáticamente dentro en aquella caja fuerte natural. Es decir, Alí se convierte también en un potente ladrón.

Todos los analistas del relato llegan más o menos a la misma conclusión. A la inversa de las tesis de Hobbes, Alí Babá encarna la idea de que el ser humano puede ser en su infancia, honesto y humilde, pero debido a los obstáculos por los que pasa, su moralidad se pervierte y puede convertirse en un ser vil, despiadado, deshonesto e inescrupuloso.

El relato persa me recuerda la historia personal de Hugo Chávez. De una infancia pobre y modesta en un pueblecito del llano en llamas barinés, de una juventud llena de ideales justicieros y redentores, y de artífice de un golpe de Estado que predicaba la lucha contra la corrupción, el “arañerito”, como le llaman cursimente sus seguidores, termina convertido en el creador, instigador e inspirador del más grande club de delincuentes de cuello blanco que se haya conocido en la historia de América Latina.

Es lo que por estos días reseña con claridad meridiana la prensa internacional. Ya no se puede tapar el brillo del oro mal habido con un dedo. El gran legado de Hugo Chávez no es una revolución socialista sino un club de pillos de alto nivel. El hombre nuevo que todo proyecto totalitario, desde el fascismo hasta el comunismo, se propuso crear no es en el caso venezolano un ciudadano solidario, austero, laborioso y anticapitalista. Todo lo contrario. Es un multimillonario que guarda su dinero en los paraísos fiscales, tiene aviones privados, mujeres hermosas y comprables a montones, trafica con drogas, blanquea capitales, vende y compra armas, exhibe su riqueza en palacetes sauditas y cuando lo hacen preso se vuelve un delator. Por estos días el pódium olímpico de la corrupción made in Venezuela ya se completó. Lo conforman, con medalla de oro, el colombiano Alex Saab; de plata, el militar venezolano conocido como “El Pollo” Carvajal; y en bronce, una señora cuya nacionalidad desconozco llamada en los bajos fondos “La enfermera”. Tres ejemplares de Tarantino que terminarán en las cárceles de Estados Unidos en un film que igual podría llamarse “Bastardos sin gloria”.

Saab es el más cinematográfico. No solo por la braga naranja con la que ha sido exhibido en la cárcel de Florida, ni por el rostro de matón hollywoodense con el cabello cayendo sobre sus hombros, sino por el largo capítulo de la justicia internacional del que fue protagonista durante dieciséis meses, con el dinero venezolano y la izquierda española –juez Garzón adelante, Zapatero detrás– tratando de impedir su extradición de Cabo Verde.

Además, por supuesto, del complejo aparataje delictivo que montó en decenas de países, de lo fashion de su esposa modelo italiana, y por la crueldad personal de haber convertido el hambre y la escasez venezolana en una de sus fuentes primeras de enriquecimiento.

Pero “El Pollo”, quien efectivamente tiene rostro de hijo de gallina, no se queda atrás en término cinematográficos. Un general que le manejó la contrainteligencia, primero a Hugo Chávez, después a Nicolás Maduro; fue parte del “Cartel de los Soles”, la mafia de militares narcotraficantes más buscada por los Estados Unidos; se le escapó luego a la justicia española; vivió escondido en un piso de Madrid por varios años cuando todos lo suponían en el extranjero; y, al final, como en un buen guion de suspenso, cuando ya estaba a punto de ser enviado a hacerle compañía a Saab, un tribunal español (¿Garzón, Zapatero e Iglesias de por medio otra vez?) intenta impedir su extradición.

El personaje que me resulta más enigmático es Claudia Patricia Díaz. Porque no queda claro cómo es que esta mujer de 47 años era la enfermera del teniente coronel Hugo Chávez mientras agonizaba víctima del cáncer pélvico que lo sacó de Miraflores y al mismo tiempo era la tesorera de la nación.

Si vamos en la historia hacia atrás, Chávez y el chavismo han logrado crear un club de freaks suficientes para llenar un gran museo de cera de grandes delincuentes. Allí estaría la figura de Guido Antonini Wilson portando el maletín con los 800 mil dólares de PDVSA que le llevó a Cristina Kirchner para su campaña electoral. Sentados, contando dólares, los sobrinos siniestros, los Flores, antes de ser capturados. El “tuerto” Andrade, exguardaespaldas de Chávez, montando sus caballos en su mansión de Palm Beach. Nervis Villalobos, Clíver Alcalá, los afiches con el título de “Wanted” ofreciendo 15 millones de dólares por las cabezas de Maduro y Diosado. Y paremos de contar.

Esas serían las figuras de cera del primer piso. “Grandes corruptos”, se llamaría la sala. Pero en el segundo, veamos qué deciden los museógrafos, podría estar la sala de “Bandidos, guerrilleros y terroristas”. Santrich e Iván Márquez estarían en la puerta dando la bienvenida. Más adentro, Gentil Duarte, la plana mayor del ELN y los claves de Al Quaeda. En el tercer piso “Paramilitarismo y negocios bajos”, podría ser, se colocarían los distintos jefes de los colectivos de civiles armados, los matariles del arco minero y los grandes jefes de la Guardia Nacional.

A la salida podríamos colocar la sala de “Estadísticas” donde resaltarían cifras interesantes sobre la corrupción venezolana en los tribunales de EE.UU. Datos como que 56 acusados han admitido su culpabilidad, en este instante están abiertas 48 causas, hay 78 fugitivos y el total de lo robado, o mal habido, llega al monto de 16 mil millones de dólares.

El museo sería una joya. Podría llamarse, para darle un toque literario “Hugo Chávez y los cuarenta ladrones”. Aunque como en “Timbalero”, la canción aquella de Willie Colón y Héctor Lavoe, los asesores de la DEA podrían corear: “Entren que caben cien”. Y sacar más expedientes.

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