El revolucionario que no vendió su Ferrari

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Los Ferrari se fueron convirtiendo en un símbolo universal de riqueza, lujo y ostentación. No es casual que uno de los más célebres libros de autoayuda convertidos en best seller desde finales del siglo XX lleve por título El monje que vendió su Ferrari. Una fábula espiritual.

Confieso que no he leído esta pieza escrita por el autor canadiense Robin Sharma, un experto en liderazgo, pero sí algunas notas que lo describen como un libro de muy fácil lectura sobre temas de “superación espiritual”. Para explicar el juego de oposiciones del título ­—monje vs. Ferrari, sabiduría interior vs. obsesión por los bienes materiales— es pertinente recordar lo que explican sus promotores.

El libro relata la historia de Julián Mantle, un abogado de prestigio, quien cuenta con una cuantiosa fortuna, pero un día, luego de un infarto, se encuentra ante un gran vacío existencial y decide incursionar, a través de un viaje al Himalaya, en una exploración de saberes espirituales orientales que le abren la puerta a una vida más feliz, satisfecha y en paz.

Durante el viaje al Himalaya, Mantle —en lo que ya es casi un cliché de cierto cine americano— se sumerge en la sabiduría de unos monjes que le develan una manera de vivir más pacífica, donde el bienestar “se basa en el control de la negatividad y el egoísmo”. Entonces, en un giro inesperado, cuenta la reseña en que me apoyo, el protagonista decide vender todos los bienes materiales que posee, incluyendo su Ferrari rojo, y así se desprende de todo ese mundo de comodidades que ahora le resulta “frío en esencia y vacío de inspiración”.

A estas alturas el lector se preguntará el porqué de esta larga explicación. Pues sucede que la semana pasada hice circular entre algunos de mis amigos un reportaje publicado por la BBC, firmado por Norberto Paredes, bajo el título “Las Mercedes, el barrio que se ha convertido en el epicentro del boom del capitalismo y el lujo en Venezuela”. Y para que no quede duda de la tesis fundamental del autor expresada en el título, el reportaje va a acompañado de la foto de un deslumbrante Ferrari rojo dentro de una tienda lujosa de automóviles que deja ver los edificios cercanos de esta urbanización, ahora emblemática, que según un entrevistado “se ha convertido en una zona privilegiada que no se parece en nada al resto de Venezuela”.

El autor del reportaje habla de unas decenas de construcciones, edificadas todas en esta era de “Socialismo del siglo XXI”, entre las que destacan la Torre Sena, con 19 pisos de oficinas de lujo; el “colosal” Centro Financiero Madrid, con 30.000 metros cuadrados de superficie; y la Torre Jalisco, en cuya planta baja se abrió, en 2021, el concesionario de carros Ferrari, cuya fotografía ilustra el reportaje. Obviamente, edificios pequeños comparados con Nueva York, pero grandes comparados con la miseria nacional.

También refiere a la Galería Avanti, una tienda por departamentos con una gran pantalla en su cima donde se promueven, entre otras marcas similares, productos de Dolce y Gabbana, Balenciaga, Versace y Gucci. Y, pareciera quedarse boquiabierto, cuando habla del proyecto Skypar, “un innovador rascacielos de 38 pisos que albergará un hotel, locales comerciales y una pantalla para publicidad similar a la de Times Square de Nueva York”.

El brote de este enclave no sería noticia en cualquier país medianamente rico, o en ciudades en plena expansión económica como Dubai, o incluso en capitales latinoamericanas —pienso en Bogotá, Santiago de Chile o Ciudad de México— donde a pesar de las grandes diferencias sociales internas también hay mercados y desarrollos capitalistas de considerable volumen que justifican y explican la existencia de centros de consumo de productos de alta gama.

Pero que esto ocurra en un lugar donde se vive una de las crisis económicas más crueles de América Latina; donde el sueldo mínimo de un empleado gubernamental —el principal empleador del país— apenas si llega a los diez dólares; donde impera un régimen cuyo fundador predicaba que “ser rico es malo” y sus herederos se han jactado de estar construyendo una economía socialista hecha “para satisfacer las necesidades de las mayorías y no los lujos de un puñado de privilegiados”; la “burbuja” —obviamente “permisada” desde el poder— resulta de una crueldad absoluta, una hipocresía sin límites, una afrenta ideológica y un contrasentido moral.

Como hace mucho tiempo que salí huyendo de Venezuela y no he sido testigo presencial de este festín de bodegones repletos de vinos y quesos importados, restaurantes de lujo y circulación de Ferraris, Maseratis y Porsches del que tanto se habla en las redes, y como tampoco quiero lucir como un puritano calvinista, me he dado un gusto leyendo o escuchando los comentarios que, con un toque de lo que Mijaíl Bajtín llamaba “realismo grotesco”, me han hecho llegar varios amigos.

Uno de ellos me cuenta que un vecino suyo tiene un Porsche, pero como las calles están en tan mal estado y no existen vías de alta velocidad, muy pocas veces puede disfrutar de su potencia. Entonces, relata mi amigo, un prestigioso docente universitario, el frustrado conductor se va los sábados en la mañana a comerse un sándwich en una pequeña población cercana a Caracas, lugar famoso por sus rellenos de pernil de cerdo, conocida como La Encrucijada. ¿Por qué se iba hasta allá? Porque mediaba la única vía —una autopista de dos canales más el hombrillo construida en la era democrática— que incluye unas largas rectas bien pavimentadas en las cuales podía “sacarle” los 200 kilómetros por hora a los que el Porsche puede llegar fácilmente solo con un buen acelerón.

El relato de otro amigo, un escritor y editor amante del tema gastronómico, no es menos alucinante. A propósito del reportaje de la BBC me cuenta (lo voy a citar literalmente): “Vi el concesionario Ferrari, del que habla el artículo, a finales del año pasado. En la esquina diagonal a la Iglesia de la Guadalupe, ahí en Las Mercedes. Por cosas de la realidad, el carro en el que andaba con un amigo cayó en un hueco. O pasó por encima de restos de cemento con arena (vieja costumbre de constructores y de alcaldías que no establecen normas). El carro era una camioneta Toyota, usual por estos lares, pero igualmente se tambaleó. Y los dos, como en un acto reflejo, nos preguntamos lo mismo, ¿cómo se maneja un carro de ese calibre en ciudades con avenidas y calles en mal estado? Se comprará como una pieza de arte y lo tendrás guardado en el garaje para mostrarlo a tus amigos. Un juguete caro, así lo miré, recordando el poema de Andrés Eloy Blanco”.

La obra podría llamarse: “Navegaban hacia el austero mar del socialismo igualitario, pero encallaron en las playas oníricas del capitalismo salvaje”. O, más bien, como me lo caracterizó, a propósito del Ferrari, un amigo sociólogo: “Se trata del elogio de una desigualdad social pornográfica”.

Érase una vez un revolucionario a quien el libro de Sharma no le convenció. Entonces no vendió su Ferrari. No por presumir, sino porque era rojo.

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