El periodismo venezolano amordazado y preso aún resiste

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Entre las tantas víctimas mortales del régimen militarista creado bajo la dirección del teniente coronel Hugo Rafael Chávez Frías, unas de las mayores, las más sufridas y perseguidas son, sin lugar a dudas, el periodismo libre, los periodistas como profesionales, y los medios y las empresas privadas dedicadas a la comunicación de masas.

Desde el comienzo de su gobierno premoderno, oprobioso, ineficiente, corrupto, represivo y tiránico, el teniente coronel golpista y sus aliados, condenaron a muerte la libertad de expresión y el derecho a la comunicación que cínicamente habían incluido como punto de honor en la Constitución de 1999.

Pero no lo hicieron de un solo tirón. De un día para otro, como solían hacerlo las dictaduras militares y los regímenes comunistas. El chavismo fue avanzando poco a poco. Paso a paso. Medio a medio. Ley a ley. Hasta lograr lo que tenemos hoy, el amordazamiento de un país entero, la construcción de un gigantesco complejo comunicacional al servicio del aparato de gobierno estatista, la destrucción casi plena del sistema mediático existente en la era democrática y el exilio de un número significativo de las voces periodísticas más influyentes en el país.

Se trata de la “hegemonía comunicacional” que un funcionario de apellido Izarra anunció como gloria exultante del chavismo, cuando era triste ministro de Comunicaciones y aún no se había autoexiliado a Europa, como tantos funcionarios del régimen tiránico, a disfrutar de los dólares mal habidos.

De la operación mordaza criminal, que el proyecto del teniente coronel impuso a la nación venezolana, ya existe acumulada una significativa memoria –un “Yo acuso” muy bien documentado– reunida en libros publicados, tesis académicas e informes rigurosos de organizaciones no gubernamentales que, a la manera del Instituto de Prensa y Sociedad y Espacio Público, presentan periódicamente para que no olvidemos la tragedia.

Las acciones más visibles que advirtieron lo que vendría después en la larga y tenebrosa pesadilla –que pronto, en 2024, arribará al cuarto de siglo– fueron, sin lugar a dudas, entre los años 1999 y los sucesos de abril de 2003: la persecución, agresión, acuchillamiento, robo y asalto a periodistas y oficinas de redacción por obra de las hordas rojas que para entonces se conocían como Círculos Bolivarianos.

El segundo hecho, demostrando que la pesadilla de Orwell en su novela 1984 podía hacerse realidad, que la existencia del Big Brother vigilando sin descanso a los ciudadanos era un hecho posible, lo constituyó la normalización y frecuencia de las cadenas radioeléctricas con las que el extinto teniente coronel obligaba a prácticamente toda la población venezolana a escucharlo día y noche.

En todos los canales de televisión y emisoras de radios del país. Algunas veces hasta ocho horas continuas. Solo para contar desde decisiones ministeriales, o su más reciente conversación con Fidel Castro, hasta la manera como un día, producto de un mondongo indigesto, tuvo que bajarse de la caravana presidencial a defecar en un monte cercano.

Y el tercer hecho, el que corrió definitivamente las persianas a quienes no querían ver lo que se avecinaba, fue el cierre en 2007 de Radio Caracas Televisión, la más antigua planta de televisión privada creada en el país y, con todos sus defectos y virtudes, pieza fundamental de la memoria y el imaginario colectivo de los venezolanos nacidos o aún vivos en la segunda mitad del siglo XX.

Lo que llegó después todos lo sabemos, los grandes diarios venezolanos, herederos de una tradición liberal que venía desde el comienzo del siglo XX, sobreviviendo incluso a la censura de las dictaduras militares, fueron pereciendo uno tras otro. El régimen militarista, como los matones de Hollywood que, desde el asiento de atrás del auto, con una cuerda de metal el cuello, asesinaban a quienes los incomodaban, los sacó de juego por asfixia controlada.

Primero, a través de testaferros del mundo privado adquirieron la Cadena Capriles, por el doble de lo que costó la venta del Washington Post, convirtiendo a Últimas Noticias, el diario más leído del país, en un pasquín oficialista del PSUV. Luego, se hicieron dueños de El Universal, el diario conservador que junto a El Nacional eran los más fuertes creadores de opinión calificada en la nación, convirtiéndolo en una mueca triste de la prensa escrita de otros tiempos.

Con El Nacional no pudieron vía dólares porque la familia Otero y sus accionistas, herederos de una tradición intelectual y empresarial formada en las libertades democráticas y la economía de mercado, se negaron a vender. Pero igual lo aminoraron hasta casi la asfixia total con ardides jurídicos, persecuciones a sus periodistas, exilio de sus directivos, saqueo y hurto de sus propiedades.

Pero El Nacional subsiste, aunque sea solo digitalmente. Como subsisten también Tal Cual, el diario creado, entre otros, por Teodoro Petkoff, y algunos periódicos regionales que han sabido negociar con el gobierno para no ser asesinados. O como viven, a pesar del acoso para sacarlas de juego, plataformas digitales insurgentes como Efecto Cocuyo, El Pitazo o Frontera Viva, entre otras, incluyendo el portal La Vida de Nos que, aunque no es un medio noticioso, expone al público aquello de lo que oficialmente no se habla.

No incluyo, porque se acaba el espacio, a los grupos de WhatsApp, las cadenas en Facebook, los canales de YouTube. Pero si el régimen creía que iba a acabar con el periodismo y el derecho a la información, hay que decirle, informarle, notificarle, que no. Que aún no lo ha logrado.

Que, aunque sin poder y sin gobierno, los tenemos en la mira. Que no descansamos. Que sin periodismo libre y sin opinión no hay democracia. Y por eso, desde la resistencia, como los cristianos primitivos, desde las catacumbas digitales, los seguiremos practicando.

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