Desde que Gustavo Petro y el llamado Pacto Histórico ganaron las elecciones presidenciales, no pasa un solo día en que no tengamos acceso, no a una, sino a varias, o deberíamos decir mejor, a muchas, muchísimas, reflexiones sobre el futuro de Colombia. Ya sean hechas en los medios tradicionales, los nuevos portales informativos, las redes sociales, ahora clásicas, foros académicos o simples conversaciones en grupos de WhatsApp, son como un aluvión de análisis.
Abruman, producen vértigo y angustia, y a muchos extranjeros que acá residimos nos ha hecho comprender que la complejidad de esta nación que hemos adoptado como destino es mucho mayor de lo que alguna vez creímos. Porque la variedad de actores en los conflictos políticos, bélicos, étnicos, regionales, de clases o de economías ilícitas, más las heridas aún sangrantes dejadas por largas décadas de violencia, y el tamaño mismo del país y su diversidad, son tan grandes que – aún para los mismos colombianos, supongo– cuesta mucho trabajo procesarlas y entenderlas.
He tenido la oportunidad, por razones casi del azar, de ser testigo en Caracas y en Ciudad de México de dos jornadas electorales históricas. La de diciembre de 1998, cuando Hugo Chávez, hace ya casi un cuarto de siglo, ganó las elecciones presidenciales de Venezuela, y las de julio de 2018, cuando Manuel López Obrador ganó arrolladoramente las de México.
Y, aunque ambas significaban la llegada al poder de sectores y figuras que obviamente anunciaban cambios radicales en la estructura de poder previamente existente –en Venezuela el arribo de una nueva élite mitad militar, mitad ex guerrillera, signada por el liderazgo carismático de un teniente sin experiencia de gobierno que había conducido seis años antes un golpe de Estado, y en México, de un político de larga experiencia, que había sido gobernador de la capital, apoyado por uno o varios partidos de izquierda, algunos de ellos, como Morena, vinculados a la revolución cubana– en ninguno de los dos casos presencié la volcánica erupción de incertidumbres e interpretaciones sobre el futuro tan disímiles, contradictorias y asimétricas que como lava incandescente bañan hoy el espacio público colombiano.
Quizás porque en el caso venezolano, lo de Chávez ya era como una condena anunciada y aceptada con resignación o porque nadie imaginaba la tragedia y el apocalipsis en el que a la larga se convertiría. Y en el caso mexicano, porque al final, aunque muchos tuviesen dudas al respecto, y comparaban el verbo encendido y las propuestas radicales del presidente electo con las del líder militar venezolano, había una cierta confianza en la solidez de un país con una larga experiencia de institucionalidad pública y una economía privada muy fuerte.
Pero en Colombia no ocurre igual. En Colombia pareciera que se vive una compresión cósmica del tiempo. Que una historia termina y otra comienza. Y que las cosas cambian aceleradamente de manera que un día parecen previsibles y al día siguiente no.
El lugar común del “realismo mágico” se hace realidad en fenómenos como la aparición en la última milla de la carrera electoral de un outsider populista –Rodolfo Hernández–, entrado en años, que desplaza en un abrir y cerrar de ojos del segundo lugar a Federico Gutiérrez, a quien las encuestas favorecían como el candidato de derecha que podía competir y ganarle a Petro, el de la izquierda.
Y luego, en la segunda vuelta, el país ve crecer al outsider de TikTok de una manera aluvional, y muchos, incluyendo encuestadoras reputadas y asesores políticos curtidos, anuncian un triunfo inminente del recién llegado o por lo menos un empate técnico entre los dos candidatos.
Pero el día de las elecciones todo da la vuelta, Petro gana y, de nuevo en un abrir y cerrar de ojos, en pocos días la figura del outsider campechano no solo se desinfla, sino que –como se supone se hace en la vida democrática– se niega a convertirse en líder opositor y se muestra complaciente con el presidente electo.
Entonces buena parte de la población que votó por él, con la clara intención de frenar a Petro, pasa a convencerse de que el candidato por el que optaron era una especie de cascarón vacío, sin un proyecto claro, y hasta comienzan a presumir que fueron víctimas de una estafa de cómplices sabiamente preparada para facilitar la llegada de la izquierda Pacto Histórico al poder.
Todo ocurre vertiginosamente. A lo Rápidos y furiosos. En un solo mes hay un nuevo presidente que fue electo por poco más de la mitad de los electores, pero la otra mitad lo rechazó. En el mismo mes se presenta el Informe de la Comisión de la Verdad, que llevaba años trabajándose para documentar sólidamente a las víctimas y los victimarios del conflicto armado, y así como en los resultados electorales, el país se polariza entre quienes celebran la calidad del Informe y quienes los consideran una patraña para liberar de sus culpas a las FARC y otros movimientos guerrilleros.
En un solo mes el presidente electo ofrece señales alentadoras que calman angustias nombrado en su tren ministerial a figuras con experiencia política en gobiernos anteriores y, sin embargo, el dólar traspasa, por desconfianza, la barrera de los cuatro mil pesos llegando a lo más alto de su historia.
Petro llama a un acuerdo nacional, logra coaliciones en el Congreso, pero los anuncios de una reforma tributaria que pechará fuertemente a quienes más ganan, y de una reforma agraria profunda, enciende de nuevo los ánimos de quienes creen firmemente que la democracia, la libertad y la economía de mercado están amenazada de muerte y es mejor hacer maletas a otro país u otro continente, o sacar las adargas y lanzas para defender los valores fundacionales de la nación.
En un solo mes usted puede leer a Héctor Abad Faciolince, el autor de El olvido que seremos, una de los escritores más reputados del país, escribir en su columna semanal de El Espectador, su rechazo visceral –su condena, podríamos decir– a la figura y el liderazgo de Petro anunciando días tenebrosos para la nación. Y unos días después, conseguirse a Juan Gabriel Vásquez, el autor de El ruido de las cosas al caer, otro autor destacado, explicar en su columna de El País que lo ocurrido en las elecciones va mucho más allá de Petro, rompe en dos la historia colombiana y es lo mejor que le pudo haber pasado al país.
Por mi condición de tachirense nacido en la frontera con Norte de Santander, he conocido, visitado y disfrutado de Colombia desde mi infancia. En el presente vivo agradecido en este país desde hace ya unos cuantos años de exilio político. Y ahora, cuando debería ser un experto, me invade la sensación de que he tenido un amigo por muchos años creyendo que lo conocía lo suficiente, pero luego de vivir junto a él una temporada larga me percato de que entre más tiempo lo conozco más me cuesta comprenderlo.
Le cuento esta sensación a un querido amigo bumangués y él, abriendo los brazos como quien va a dar un abrazo, me dice con su humor santandereano: “Ahora sí estás en Locombia, bienvenido, ¡no te vayas a ir!”.