Aquel helicóptero que voló a La Orchila.

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La escena es por lo menos tragicómica. Ocurre la noche del 13 de abril de 2002 entre el cielo estrellado y la brisa marina de La Orchila, la isla venezolana sede de una casa de veraneo presidencial que, en la picaresca de los años 1950, era pensada como el lugar donde el dictador Marcos Pérez Jiménez, conduciendo una Vespa, vestido de bermudas y camisa de palmeras, perseguía a bellas mujeres desnudas para luego –al alcanzarlas–refocilarse con ellas entre las suaves arenas de una playa Caribe.

Pero la escena que ahora rememoro no es erótica ni caricaturescas. Es, al menos para sus protagonistas, dramática. Se trata del grupo militares que temprano por la mañana de ese sábado 13 han recibido la orden de transportar a otro militar, al teniente coronel Hugo Chávez, para entonces presidente “renunciado” de la República, para mantenerlo cautivo y a resguardo, en secreto, de las multitudes que desde el día anterior están congregadas en los alrededores de Fuerte Tiuna exigiendo su liberación.

Los jóvenes militares, soldados y oficiales de media y baja graduación, cumplen la orden. Temprano en la mañana trasladan a un helicóptero de guerra, como un preso al que se le da buen trato, al para ese momento ex presidente, que ahora va vestido como un soldado raso. Botas negras pulidas. Pantalón verde de campaña. Y franela blanca tipo Ovejita.

No queda duda de que cuando el helicóptero –se supone que es un Superpuma– alcanza la altura de crucero y los miembros de la tripulación, junto a su detenido de lujo, se hallan deslumbrados por la (allá abajo) belleza verde aguamarina del Caribe, ¿quéno se les pasaría por la cabeza a algunos de ellos en ese momento de vulnerabilidad para el pasajero que transladaban? 

Los Superpuma, un versátil helicóptero francés, tienen un dispositivo para practicar salvamentos difíciles, así que era muy fácil simular una emergencia; per no se sabe, claro, con cuáles consecuencias. Obviamente no fue así. No era un orden superior. Hay que recordar que en Venezuela no hay tradición de magnicidio y que, si los militares insurrectos lo hubiesen querido, podían haber bombardeado Miraflores como Pinochet lo hizo con el Palacio de La Moneada. Pero el gesto no está en nuestro ADN político.

Lo que vino después es historia conocida. Aquella escaramuza cívico militar de abril, conocida como El Carmonazo, fue tan mal preparada y peor ejecutada, que durante mucho tiempo se discutió algo tan baladí como si en realidad había sido un golpe de Estado, una renuncia-la-cual-aceptó o un vacío de poder. 

Por obra de una élite imprudente de dirigentes políticos, jefes empresariales, líderes sindicales y jerarcas de la iglesia católica, lo que inicialmente había sido una rebelión popular pacífica contundente y una las más grandes manifestaciones de protesta política que se recuerde en la historia de Venezuela quedó convertida en un ópera bufa que le sirvió de pretexto a Hugo Chávez y sus cubanos para acelerar el proceso de apartheid ideológico, la depuración de las Fuerza Armada, el inicio de la represión sistemática de los adversarios y el control político total a la manera de las dictaduras, pero manteniendo el antifaz democrático.

De manera que la noche del 13, mientras en Miraflores y el Museo Militar, hoy Cuartel de la Montaña, se hacían los preparativos para recibir con grandiosidad al presidente resurrecto, en La Orchila, los militares que habían trasladado al detenido Chávez discutían entre sí, apesadumbrados, sobre los errores cometidos y se lamentaban presas del desasosiego ante el agrio futuro que les aguardaba.

Eran una especie de náufragos en una noche cada vez más oscura. No tenían radios ni celulares para comunicarse con tierra firme. Tampoco alimentos. Mucho menos colchonetas o sacos de dormir. Armas tampoco. Por la tarde, el comando que había venido a rescatar al presidente –bajo el mando del general Baduel, hoy preso en las mazmorras del régimen–, se había llevado absolutamente todos los pertrechos de la isla. Incluyendo el agua potable, las linternas y los medicamentos.

Al percatarse de su infortunio, los militare náufragos, convertidos ahora en prófugos de la justica, se dirigen a otra edificación de la isla, a la residencia presidencial, con la certeza de que allí encontrarán alimentos, camas y aunque fuese agua potable.

A tientas llegan a la puerta. Logran derribarla. Entran, pero no consiguen nada en las despensas. Hasta que unos escaparates cerrados con llave les renuevan la esperanza. Igual los forzan con sentido de urgencia, pero, ¡oh sorpresa!, ni una botella de agua, una caja de galletas húmedas o una lata de atún. Una docena de botellas de güisqui, una caja de vino blanco, otra de tinto y unas botellas de Dom Perignon es lo único que encuentran, alumbrados por un encendedor.

No les queda otra que beber lo que logran abrir con éxito. Ya ebrios discuten sobre lo estúpidos que han sido. Portarse así con el Comandante en Jefe de las Fuerza Armada Nacional. “Sobre todo tú que le manoteabas cerca de la cara, lo tuteabas y le decías ‘Cómo la cagaste Hugo Chávez’”, le reclamaba uno a otro. Es lo que me contaban en Madrid. “Ahora quién sabe cuándo nos vendrán a buscar. Quién sabe si se acordarán de nosotros. Quién sabe si nos dejan aquí por meses como castigo”. Agrega otro.

A la misma hora de la mañana del domingo en Caracas el fracaso de la escaramuza está consumado. El regreso de Chávez al poder, con la imagen de las grandes banderas nacionales agitadas por los soldados en una réplica de la Toma del Palacio de Invierno, recorren las primeras páginas de los diarios y el prime time de las televisoras internacionales.

De nuevo una élite había sustituido al colectivo. Una parte de los conductores de lo que pudo haber sido una contundente transición –jerarcas de Fedecámaras, CTV, Iglesia Católica, y dueños de medios– se apropia de la conducción del proceso. Y lo más grave, al contrario de lo que se hizo cuando la Revolución de los Claveles en Portugal, la que acabó con la dictadura de Salazar, o en la Primavera Árabe, la cúpula ordena el retiro de los manifestantes opositores de las calles y los devuelve a sus casas de donde por meses no volverán a salir. 

De nuevo un grupo de venezolanos (como los chavistas ya lo venían y lo siguen haciendo) se saltaba la Constitución, disolvía la Asamblea Nacional y el Tribunal Supremo de Justicia, mientras un civil sin legitimidad alguna, pero de sonrisa reluciente, se autoproclama presidente. 

Una resaca etílica sin agua potable a 30 grados centígrados puede ser el infierno. Así amanecieron al día siguiente, los militares náufragos. Al final de la tarde, alguien con poder de decisión ordenó buscarlos. Los llevaron a prisión militar por un tiempo. Es lo que entiendo. Sin proceso judicial alguno los sacaron del país. Con cien euros en el bolsillo los mandaron a España. Y, al día siguiente, en los hostales donde se hospedaron por Gran Vía, fanáticos del régimen, seguramente funcionarios diplomáticos, comenzaron a hostigarlos telefónicamente amenazándolos de muerte. 

En las leyendas urbanas de los venezolanos exiliados en España se dice que algunos perdieron la cordura por un tiempo y terminaron internos en siquiátricos. No puedo dar fe de su veracidad. Carmona terminó exiliado en Bogotá. La oposición, salvo el 2D y en las elecciones legislativas del 2015, siguió sin actuar unánimemente. 

Chávez murió en la cama. Más nunca, ni por accidente, se montó en una nave voladora que no estuviese bajo su control. Le gustaba alardear que gracias a El Carmonazo tuvo su Bahía de Cochinos particular. Y su único día de vacaciones frente al mar mientras fue presidente. Estamos en abril de 2021. Han transcurrido diecinueve años. La democracia ya no existe. El país está en ruinas. Cinco millones de venezolanos se han ido. Los muertos de Covid siguen en aumento. El futuro solo es opacidad. 

Hubo una vez un helicóptero. Y una rebelión popular frustrada desde lo interno de la rebelión. 

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