Desde que publiqué un artículo titulado “La conjura de los atorrantes”, en el que intenté definir el perfil siquiátrico, las malas maneras de su trato con los demás y las actitudes déspotas de cuatro gobernantes –Bolsonaro, Putin, Chávez y, por supuesto, Donald Trump– no he pasado un día sin recibir reproches, críticas y hasta despedidas dramáticas de lectores selectos.
Algunos con el dedo acusador: “¡Ya caíste en la trampa comunista de igualar a Trump con Chávez!”. Otros con cierta saña intolerante: “Hay opinadores que se creen sabihondos y lo que son es unos ignorantes”. Incluso, uno que parecía una carta de desamor: “Qué desilusión, yo tenía veinte años leyéndolo para descubrir ahora que es usted un malagradecido con el gran benefactor de Venezuela”.
En verdad ningún insulto fue realmente ofensivo conmigo, pero los que se profesaban entre los usuarios de los chats que apoyaban o cuestionaban el artículo son de tono mayor. A una apreciada dama le dijeron “tarifada de Biden” solo por estar de acuerdo con mi tesis. Entre otros, se acusaron feamente de “viejos”, sin percatarse de que la mayoría de los participantes en el chat deben ser de la tercera edad.
Los demás insultos, que no comento, no valen la pena. Por el tono. Pero son la evidencia de que algo grave ha ocurrido en la sique colectiva de los venezolanos durante estos veinte años de militarismo rojo. Algo –un hechizo maligno, un contagio histérico, un conjuro a lo Harry Potter –, ha hecho que la intolerancia y la impertinencia en el trato mutuo ya no sea la excepción sino la regla.
Sentir ganas, y lo peor, expresarlas públicamente, de querer matar a quien no piensa exactamente como nosotros, es en el presente un asunto cotidiano. Pero ya no como hace veinte años, cuando el odio se comenzó a incubar y ejercer entre los seguidores del teniente coronel golpista contra sus adversarios.
Ahora no. Ahora el escupitajo verbal, la frase desconsiderada, la sospecha en torno a quien habla porque debe haber recibido un dinero para opinar de ese modo, la descalificación inminente y el desprecio moral, la patada digital en el trasero, ya no ocurre entre chavista y antichavistas, entre militaristas y civilista, sino entre los fieles de la misma causa, en las entrañas mismas de ese sector de venezolanos que desespera por salir del régimen chavista devenido en madurista.
Son, o somos, para no eludir responsabilidades, vergonzantes. Desde fuera, parecemos un club avanzado de dementes peleándose por demostrar quién es más fiel a unos mandamientos que nadie sabe dónde están escritos. Nos volvimos más papistas que el Papa. Más sectarios que un integrista musulmán. Más jueces implacables y oficiantes de la supremacía moral que Savonarola. Lo que quiere decir más chavistas que Chávez.
Si el odio y la incapacidad para sentarse a dialogar ocurriera solo entre la alta dirigencia de los movimientos que adversan la dictadura chavista, todos podríamos bajar tranquilos al sepulcro. Pero no es así. Es cierto que en todas partes las redes son un escenario de violencia verbal. Que el anonimato, o escribir en soportes que no son medios periodísticos, sin editores, y sin tener que verificar la autenticidad de los que decimos, ha hecho que los demonios personales broten sin contención al escenario público. Lo que antes se decía en una taberna o en la intimidad más estricta, ahora tiene un megáfono y retumba.
Pero entre venezolanos la situación ya es patológicamente escabrosa. Y no es en un solo sentido. En el caso que hoy me ocupa, el de los seguidores obcecados de Trump dispuestos a linchar ideológicamente, gritan “¡Anatema, anatema!”, mientras sacan un crucifijo y una ristra de ajos, para salvar el alma de todos los venezolanos que se declaren públicamente a favor de Biden.
También lo es en otras direcciones. He escuchado a más de un articulista, aún en sus cabales, acusarnos de colaboracionistas, vende patria y, de nuevo, tarifados, a todos aquellos que nos oponemos a las elecciones espurias de diciembre. Y, en una cena reciente en Bogotá, intervine calmando los ánimos cuando el tercero en la mesa acusó al segundo de “guerrillero de campo de golf”, aludiendo obviamente a su condición de “mantuano” caraqueño y su fascinación por María Corina Machado y el aún no realizado, pero esperado, arribo de los marines a poner orden en el país.
Lo que pasa es que nos hemos acostumbrado. Pero si no miráramos por un huequito, como se decía antes, o desde un dron extraterrestre, como cabe mejor decir ahora, el escenario digital de la oposición venezolana recuerda a un ring donde se desarrolla un match de lucha libre del tipo “todos contra todos”. Limpios y sucios sin principios de distinción. Unos sacan pócimas venenosas, otros sprays paralizantes, algunos solo utilizan su mal aliento como armas. Sin argumentos sólidos, a partir de suposiciones arbitrarias la mayoría de los debates. Encendidos. Coléricos.
La impotencia política puede derivar en omnipotencia emocional. Quizás el fracaso se nos ha subido a la cabeza. O quizás somos víctimas de un guionista perverso, de un conjuro malévolo, que nos ha hecho actores de un film donde un Alien –hecho con retazos de Iris Varela, Diosdado Cabello y Mario Silva, pero con la voz cavernosa de Hugo Chávez– se ha apoderado de nuestros cuerpos y mentes, y nos obliga a actuar a su imagen y semejanza.
Necesitamos urgente de terapia siquiátrica. O tal vez de un exorcista. Seguramente Linda Blair debe tener entre sus contactos de WhatsApp las coordenadas de algún alumno del padre Karras, el buen jesuita que le sacó el demonio que llevaba dentro, en aquella película que llenaba de terror las salas de cine en 1973.