I. Lo que está ocurriendo en Venezuela es una confrontación entre la mayoría de los ciudadanos desarmados y la minoría armada en el poder. No es para nada una guerra civil. Es una lucha de una cúpula cívico-militar armada contra el pueblo silvestre. Tampoco es exactamente –no todavía– una estrategia conducida por un frente político opositor, con una dirección única. Sino una población en rebeldía donde cada cual elige sus métodos y formas de lucha.
Las más importantes son las marchas multitudinarias convocadas por la dirigencia política. Que ocurren casi diariamente, desde hace dos meses, en todos los rincones del país y son, siempre, pacíficas hasta que las detiene la brutalidad policial y comienza el enfrentamiento violento. La refriega.
Es cuando entran es escena los jóvenes conocidos como “escuderos”, quienes con entrenamiento cada vez más preciso logran detener o, por lo menos, hacer más lento el avance de la policía –incluso en algunos lugares los hacen retroceder y huir– a través de técnicas de defensa propia y derecho a la rebelión que están consideradas en la ley.
Y luego vienen los actos de resistencia no violenta: el hombre del papagayo; el nudista con la Biblia en la mano; la mujer que sola se enfrenta a la tanqueta sin una piedra en la mano; la monja que dialoga con el GN; los periodistas que van en los autobuses informando a través de noticieros de TV simulados; las instalaciones callejeras de grupos de artistas plásticos; los movimientos de acción teatral; los miles de personas que se concentran a meditar por Venezuela a la misma hora en distintas ciudades y lugares del planeta.
Las tres son necesarias. Las marchas masivas, la violencia defensiva –que es distinta de las guarimbas, inútiles, ofensivas, masoquistas y onanistas– y la resistencia no violenta. Las primeras, porque muestran la mayoría que somos y la decisión colectiva de no abandonar la calle para impedir que se termine de cerrar el candado de la dictadura. Las segundas, porque ayudan a proteger la integridad física de los manifestantes, especialmente la de los de mayor edad, y muestran al mundo la crueldad y violencia que anima a las fuerzas represivas del régimen. Y la tercera, porque viene a subrayar el carácter democrático de la protesta, hacer más inteligibles sus razones, y a generar organización y conciencia ciudadana para el largo plazo que podría ser más represivo y totalitario aún.
II. Durante largos años muchos venezolanos manejaron la leyenda urbana de que bastaba que una multitud de demócratas opositores al régimen militarista de Maduro se plantara en los alrededores de Miraflores para que este tambaleara y se cayera. Tal y como había ocurrido, por ejemplo, en la primavera egipcia o en las huelgas generales dirigidas por el movimiento Solidaridad en Polonia.
Pues bien, luego del secuestro definitivo de las elecciones regionales por parte del CNE y del golpe de Estado ejecutado por Maduro a través del Tribunal Supremo, la dirigencia opositora convocó a marchas de protesta que llegaran al centro de Caracas, a la sede del sesgado árbitro electoral y a las oficinas de la Defensoría del Pueblo, y todas han rebotado. Ninguna ha logrado sobrepasar los límites que la cúpula gobernante determina, salvo cuando, como en el caso de la marcha a la sede de la Conferencia Episcopal, la cúpula de poder da orden de permitir el paso.
Violando todos los derechos ciudadanos consagrados en la Constitución ahora moribunda, el gobierno ha hecho un despliegue represivo descomunal, sin miramientos, a fuerza de tanquetas, bombas lacrimógenas, lanzadas algunas desde helicópteros, miles de funcionarios disparando perdigones y metras, de activistas de los colectivos mussolinianos, bajo la orden “disparen a matar”. Entonces los creyentes de la leyenda urbana han entendido que la toma de Miraflores no era tan sencilla.
III. Mucho me temo que llegó la hora de hilar fino. Cuando se trata de luchar contra gobiernos autoritarios y totalitarios, en cualquiera de sus variantes –dictaduras militares de derecha e izquierda, estatismos comunistas, tiranías y autocracias, neoautoritarismos– no hay fórmulas preconcebidas, vías únicas, métodos dignos y otros condenables a priori. También hay vías híbridas.