Guerra avisada

1.

A los únicos a quienes les cuesta aceptar que en Venezuela hay una guerra es a nosotros. A los demócratas. A la mayoría de los ciudadanos que adversamos al régimen rojo.

Tanto nos cuesta que es común escuchar que la cúpula chavista se inventó el cuento de la guerra económica para justificar su fracaso, pero que en el fondo de sus conciencias no se lo creen.

Suponen de buena fe, los buenos demócratas, que la cúpula que nos gobierna sabe muy bien cuáles son las causas profundas de lo que padecemos, pero, claro, cortinas de humo, echan cuentos que no se creen.

Que no se creen el complot del imperio y sus aliados. El magnicidio siempre amenazando. Ni el entretejido de mentiras de la prensa internacional inventando hambrunas que no existen, emigrantes que no huyen, manifestaciones de protesta que no ocurren. Que es solo de la boca para fuera. Malo, malo.

2.

Porque la historia nos ha enseñado que el pensamiento fanático no tiene límites. Que se cree lo que sea necesario creer. Y que por más inverosímiles y estrambóticas que parezcan, todos y todas, nuestros capos y capas, rojos y rojas, se obligan a sí mismos a creer al pie de la letra cada una de estas historias.

Porque de esas justificaciones, que igual son para ellos como para el escuálido grupo de sus seguidores fieles, depende su combustible emocional. Su equilibrio psíquico y su anestesia ética. Su razón de ser. Su porqué moral.

Los chavistas necesitan creerse las leyendas que inventan. Y en consecuencia actúan. Las creen porque sin ellas andarían desnudos. Desprotegidos. Sus vísceras aviesas expuestas a la vistas de todos. Así ha sido siempre la lógica totalitaria. El cinismo es mil veces preferible. Siempre deja un postigo para la razón. El pensamiento fanático no.

3.

La autohipnosis, como alguna vez la bautizó el periodista Pablo Antillano, puede ser invulnerable. Si no lo creen, pregúntenle a los integristas musulmanes si dudan que irán a una especie de cielo si se inmolan como hombres-bomba para matar infieles. Si se pudiese, pregúntenle a Adolfo Hitler el día antes de su suicidio, con los aliados a punto de entrar a Berlín, si cree o no ciegamente que el glorioso ejército alemán es invencible. O a Jorge Rodríguez, recién bajado de un Audi, luego de dormir en una confortable cama palaciega, con el tracto digestivo en estado de serenidad beatífica luego de años hartándose de comida gourmet, si es verdad o mentira que la lucha en Venezuela es de pobres contra los ricos y que él marcha adelante, pata en el suelo, famélico y hambriento, llevando en alto la bandera de los condenados de la Tierra. Pregúntenles.

4.

Solo nosotros creemos que no hay guerra. Tanto que quienes, al menos en apariencia, creen que sí, que hay guerra –quienes más duro han sufrido en carne propia los rigores de la represión callejera– todavía suponen que se pueden derrotar los fusiles y las tanquetas con piedras, barricadas y molotov caseras.

La cúpula chavista, ese cocktail venenoso de militares narco con civiles ultraizquierdistas, practica la autohipnosis. Todos los días hace gárgaras matinales con un mantra: “¡Somos víctimas de una guerra! ¡Ohm!”; “¡Víctimas de una guerra! ¡Ohm!”. Y en consecuencia actúan. Hacen la guerra.

No somos adversarios, somos enemigos a aplastar. A quienes protestan, los masacran. A los activistas políticos, los encarcelan. O los destierran. A los comerciantes, los quiebran. Les fijan precios de pérdida y los saquean. A los electores, los burlan. A los periodistas y los medios, los acallan. Con los derechos humanos, se limpian las heces.

Estudian De la guerra de Clausewitz. Se guían por aquello de que: “En la guerra la tensión hostil y la acción de las fuerzas adversarias no pueden considerarse terminadas hasta que su voluntad haya sido sometida”.

5.

Nos vendría bien una lectura de Sun Tzu. De El arte de la guerra: “Si el enemigo deja una puerta abierta, apresúrate a entrar”. O del mismo Clausewitz: “El resultado de la guerra nunca es absoluto”. Pero a nosotros, los demócratas, nos cuesta creer que hay una guerra. En consecuencia actuamos. Podría ser de otro modo.

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