Es como llevar champaña a Francia, papas al Perú o arroz a Indonesia. Y, aunque en ninguno de estos rubros se trate de empresas estatales, significaría más o menos lo mismo si Colombia anunciara que necesita comprar flores en el extranjero, España jamón serrano o Chile salmón, porque –por abandono y desidia– en cada país han dejado morir su producción local.
Exactamente eso es lo que representa el hecho de que Venezuela, una nación sembrada de yacimientos petroleros, haya tenido que recurrir a la importación de gasolina. Solo porque Petróleos de Venezuela, PDVSA, en otros tiempos una de las más eficientes empresas petroleras del planeta, es ahora incapaz de satisfacer siquiera el mercado interno.
La importación de gasolina por el gran emporio petrolero de América Latina que fue Venezuela es, sin duda, una ironía monumental. Una confesión de ineptitud gerencial. La aceptación pública por parte de la élite en el poder de su irresponsabilidad sin límites. Prueba irrebatible de la malversación sin castigo de los bienes de la nación venezolana y del clímax de la degradación moral de la cúpula de militares golpistas que –junto a civiles de ultraizquierda– conducen ese fracaso histórico conocido como “revolución bolivariana”.
No es una proeza como ha querido vender el aparato proselitista del gobierno el hecho de que los cinco buques iraníes cargados de gasolina “salvavidas” lograrán entrar a las costas venezolanas sin que la armada de Estados Unidos los hubiese interceptado. Todo lo contrario. Es un fracaso. Hablamos de un acta de defunción. De una declaración oficial de un país en ruina, empresa en quiebra y nación estafada.
El que alguna vez fue uno de los cinco grandes países exportadores de crudo; la nación que se jactó de tener las más grandes reservas de petróleo en el planeta; el Estado al que Chávez, en uno de sus crónicos ataques de desafuero verbal, prometió convertir con fecha de 2014 en una potencia energética mundial; el lugar con el combustible más barato en el mercado internacional –más que el agua embotellada–, depende ahora, para lograr que su parque automotor paralizado por lo menos se mueva unos metros, del auxilio apresurado de una industria petrolera extranjera.
Y no de cualquiera industria. De la de Estados Unido, México, Brasil o incluso Colombia, desde donde transportar el combustible hubiese resultado obviamente más sensato. Por cercano y económico. Pero, lamentablemente las sanciones de EEUU a la dictadura de Maduro y la enemistad con los gobiernos vecinos, el nuevo de Bolivia o los ya avanzados en el tiempo de Bolsonaro y Duque, no lo permitieron.
Entonces la gasolina salvavidas ha tenido que traerse de fuentes remotas. Hurgar entre los pocos aliados productores de petróleo que aún le quedan al régimen. Que no son precisamente naciones occidentales ni democráticas.
La gasolina de urgencia boca a boca, viene de Irán; una nación teocrática donde, como en el medioevo europeo, la religión y el poder político todavía andan juntos; ubicada en el otro extremo del globo, detrás de Turquía, si la miramos desde este lado del mundo; un lugar donde apenas amanece cuando en el Caribe cae el día, ubicado a semanas de navegación.
Para llegar hasta El Palito, en la costa central de Venezuela, donde los aguardan las ruinas de lo que alguna vez fue una pujante refinería, los tanqueros venidos de algún puerto iraní han tenido que atravesar el mar Arábico, primero; el mar Rojo, después; el estrecho de Ormuz, luego; seguidamente el mar Mediterráneo, el océano Atlántico y ya al final, remontar el oleaje del mar Caribe. Toda una insensatez.
Obviamente esta operación tiene muchas más aristas que una simple transacción comercial. Confirma que Venezuela se ha convertido en un soldadito raso más en la confrontación entre el bloque occidental, liderado por Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea, de una parte. Y de la otra, Eurasia, el bloque conformado por Rusia, China e Irán. Y en menor medida Turquía.
Confirma que, como si no tuviésemos desgracias suficientes, poco a poco los rojos con verde oliva han convertido nuestro territorio en objeto y enclave –punta de playa y potencial base de operaciones militares– para la expansión del poderío islámico en occidente emprendida por Irán.
Que el mismo país dominado por un régimen que hoy alimenta la guerra civil de Siria, juega a la batalla nuclear, auspicia grupos terroristas como Hezbollah, protagonizó una cruenta guerra con Irak, manipula elecciones, encarcela y tortura a periodistas y disidentes políticos, sojuzga a las mujeres y en nombre de Alá se carga por delante las libertades que consideren necesarias, es nuestro nuevo mejor amigo.
Las cifras acusan. Los videos en las redes también. La escasez energética comenzó mucho antes que el equívoco Maduro. Al final de la primera década de gobierno de Hugo Chávez ya el país estaba importando gas. Las reservas probadas eran de 197 billones de pies cúbicos, pero a causa de la destrucción de PDVSA del total de 85% de los hogares venezolanos que usaban gas para cocinar, solo 40% recibía de manera estable el suministro doméstico. Los restantes aprendieron a improvisar. Por eso, sin gas, en muchos hogares venezolanos se volvió a cocinar con leña. Al siglo XIX.
Coda
Mientras alguien coloca los maderos en el fuego, de telón de fondo se escucha la voz –desgañitada, heroica, vehemente, engolada, persuasiva y mentirosa– de Hugo Rafael Chávez, desde ultratumba anunciando: “En 2019 estaremos produciendo 9 millones de barriles diarios”.
Los seguidores enamorados que lo escuchan aplauden frenéticos. Bailan. Cantan. Vuelven a aplaudir. Celebran por anticipado el futuro de abundancia.
Corre el año 2010. Mientras tanto en el patio trasero unos niños juegan y cantan inocentemente: “El puente se va a caer / va a caer / va a caer…”. La escena se desvanece. Sobre el discurso de Chávez anunciando grandilocuente el mar de la felicidad, se sobre impone el estribillo infantil silenciándose: “va a caer / va a caer…”. El telón baja. Todo queda a oscuras. No hay gasolina. Electricidad tampoco. Ni agua potable. Futuro, menos. Revolución, sí.